Fábulas





LA TORTUGA Y EL AGUILA

La Vieja tortuga, mientras se soleaba sobre las lisas y tibias rocas, al borde de la laguna, observaba cómo ascendía repetidas veces hacia las nubes el águila de anchas alas, hasta que sólo era una manchita en el cielo. Al cabo de un instante, el ave bajó en raudo vuelo y se posó sobre una roca próxima. 






-¡Hola! -dijo el águila. Cordialmente-. ¿Cómo estás?
-Bien. Pero me sentiría muy satisfecha si pudiera volar -respondió la tortuga, exhalando un hondo suspiro-. Estoy harta de arrastrarme por la tierra. ¡Quisiera remontarme por los cielos, como tú!





 

La prudente ave trató de razonar con ella; pero la tortuga miró las alisadas alas plegadas contra el cuerpo del águila y dijo: -Enséñame a volar y te daré todos los tesoros que yacen en el fondo de esa laguna. Entonces, el águila tomó con sus garras a su amiga y se remontó por el azul del cielo. Así volaron muchos kilómetros, a veces a ciegas entre las nubes y, otras, rozando, casi, las copas de los árboles. 








-Ya ves cómo se hace -dijo el águila, superando el rumor del viento-. Ahora, vuela tú sola.
Y aflojó las garras, soltando a la tortuga.
Ésta giró sobre sí misma muchísimas veces, mientras caía vertiginosamente a tierra. Por fin, se hizo pedazos sobre las rocas, junto a su laguna. 









-¡Qué estúpida era esta vieja tortuga! -dijo el águila, desplegando sus grandes alas mientras se disponía a volar de nuevo-. Estaría viva aún si se hubiera contentado con disfrutar de la vida en esta plácida laguna












RATON DE CIUDAD Y RATON DE CAMPO

Érase una vez un ratón que vivía en una humilde madriguera en el campo. Allí, no le hacía falta nada. Tenía una cama de hojas, un cómodo sillón, y flores por todos los lados. Cuando sentía hambre, el ratón buscaba frutas silvestres, frutos secos y setas, para comer. Además, el ratón tenía una salud de hierro. Por las mañanas, paseaba y corría entre los árboles, y por las tardes, se tumbaba a la sombra de algún árbol, para descansar, o simplemente respirar aire puro. Llevaba una vida muy tranquila y feliz.









Un día, su primo ratón que vivía en la ciudad, vino a visitarle. El ratón de campo le invitó a comer sopa de hierbas. Pero al ratón de la ciudad, acostumbrado a comer comidas más refinadas, no le gustó. Y además, no se habituó a la vida de campo. Decía que la vida en el campo era demasiado aburrida y que la vida en la ciudad era más emocionante. Acabó invitando a su primo a viajar con él a la ciudad para comprobar que allí se vive mejor. El ratón de campo no tenía muchas ganas de ir, pero acabó cediendo ante la insistencia del otro ratón.





Nada más llegar a la ciudad, el ratón de campo pudo sentir que su tranquilidad se acababa. El ajetreo de la gran ciudad le asustaba. Había peligros por todas partes. Había ruidos de coches, humos, mucho polvo, y un ir y venir intenso de las personas. La madriguera de su primo era muy distinta de la suya, y estaba en el sótano de un gran hotel. Era muy elegante: había camas con colchones de lana, sillones, finas alfombras, y las paredes eran revestidas. Los armarios rebosaban de quesos, y otras cosas ricas. En el techo colgaba un oloroso jamón. Cuando los dos ratones se disponían a darse un buen banquete, vieron a un gato que se asomaba husmeando a la puerta de la madriguera. Los ratones huyeron disparados por un agujerillo.




Mientras huía, el ratón de campo pensaba en el campo cuando, de repente, oyó gritos de una mujer que, con una escoba en la mano, intentaba darle en la cabeza con el palo, para matarle. 



El ratón, más que asustado y hambriento, volvió a la madriguera, dijo adiós a su primo y decidió volver al campo lo antes que pudo. Los dos se abrazaron y el ratón de campo emprendió el camino de vuelta. Desde lejos el aroma de queso recién hecho, hizo que se le saltaran las lágrimas, pero eran lágrimas de alegría porque poco faltaba para llegar a su casita. De vuelta a su casa el ratón de campo pensó que jamás cambiaría su paz por un montón de cosas materiales.
 







 LA CIGARRA Y LA HORMIGA 

¡Qué feliz era la cigarra en verano! El sol brillaba, las flores desprendían su aroma embriagador y la cigarra cantaba y cantaba. El futuro no le preocupaba lo más mínimo: el cielo era tan azul sobre su cabeza y sus canciones tan alegres...pero el verano no es eterno.



Una triste mañana, la señora cigarra fue despertada por un frio intenso; las hojas de los árboles se habían puesto amarillas, una lluvia helada caía del cielo gris y la bruma que había le entumecía las patas. ¿Qué va a ser de mí? Este invierno cruel durará mucho tiempo y moriré de hambre y frio, se decía. ¿Por qué no pedirle ayuda a mi vecina la hormiga? Y luego pensó: ¿Acaso tuve tiempo durante el verano de almacenar provisiones y construirme un refugio? Claro, tenia que cantar.



Y con el corazón latiéndole a toda velocidad, llamó a la puerta de la hormiga.
¿Que quieres? preguntó ésta cuando vio a la cigarra ante su puerta.
 El Campo estaba cubierto por un espeso manto de nieve y la cigarra contemplaba con envidia el confortable hogar de su vecina; sacudiendo con dolor la nieve que helaba su pobre cuerpo.
Dijo lastimosamente:
Tengo hambre y estoy aterida de frío.
La hormiga respondió maliciosamente:
¿Que me cuentas? ¿Qué hacías durante el verano cuando
se encuentran alimentos por todas partes y es posible 
 construir una casa?


 
Cantaba y cantaba todo el día, respondió la cigarra.
¿Y qué? interrogó la hormiga.
Pues... nada, murmuró la cigarra.
¿Cantabas? Pues, ¿por qué no bailas ahora?
Y con esta dura respuesta, la hormiga cerró la puerta, negando a la desdichada cigarra su refugio de calor y bienestar.

 








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